viernes, 18 de abril de 2014

Compañía en la soledad

Leí "Cien Años de Soledad" a los catorce. Tomé con cierta reverencia ese tomo que pensé que no iba a aguantar, porque ya se sabe que cuando te alaban tanto algo, resulta ser un coñazo.


Empecé: "Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella remota tarde en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo."


Y continué y continué absolutamente facsinado por una historia donde daba por ciertos hechos que eran claramente fantasía, pero eran fantasías donde lo imposible se transformaba en cotidiano, como aquel cura que levitaba gracias al viejo truco de tomar una taza de chocolate.

Recuerdo no poder despegarme del libro en dos días y sentir palpitaciones cuando estaba llegando a las últimas páginas. Recuerdo que en las dos últimas páginas no sentía sólo palpitaciones, sino que me dolía el estómago, veía que terminaba y no quería que terminase.


Pero el libro terminó. "Sin embargo, antes de llegar al verso final ya había comprendido que no saldría jamás de ese cuarto, pues estaba previsto que la ciudad de los espejos (o los espejismo) sería arrasada por el viento y desterrada de la memoria de los hombres en el instante en que Aureliano Babilonia acabara de descifrar los pergaminos, y que todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre, porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra."

Resoplé, respiré, seguía con las palpitaciones y el dolos en el estómago. Estaba confuso, anonadado, desbordado. Me sentía como si me hubieran transmitido un gran secreto y sentía como si me hubieran revelado una maldición de todos los hombres, o al menos, a mi, en aquel momento, mi secreto: no tenemos una segunda oportunidad sobre la tierra.

Había un segundo secreto: aquel era mi libro. Aquel que nos marca.

Volví varias veces a releerlo, siempre con miedo de que no me gustara. Temor infundado, siempre me gustó, aunque nunca más volví a sentir aquella angustia.

Revisité muchas otras historias. No aguanté "El Otoño del Patriarca", pero leí, devoré, fascinado "El Coronel no tiene quien le escriba", "Crónica de una muerte anunciada" y algunos más.

Años más tarde me regalaron mis amigos "Vivir para contarla", el primer tomo de su autobiografía. El relato del viaje con su madre a liquidar una herencia es un resumen de "Cien años de soledad", especialmente. Para mi, esas cincuenta páginas son las mejor escritas en español en muchos años. Además, me enseñó que la vida no es cómo uno la vive, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla.

Siempre encontraremos compañía entre tanta soledad, esa compañía está en unos libros escritos por un hombre de un pequeño pueblo colombiano.

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